JORGE MARAZU

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¿Quién es Jorge Marazu? Para los muy instruidos, un joven autor abulense con un par de discos autoeditados, el aún iniciático La colección de relojes (2012) y el insospechadamente maduro Escandinavia (2015), con el que ya comenzó a recibir críticas elogiosas. Para el grueso de aficionados, el hombre llamado a convertirse en una de las revelaciones de este 2017 gracias a Lumínica, un trabajo ecléctico y desprejuiciado en el que su firmante solo se ha dejado guiar por el instinto y la inspiración. De Bambino a Manolo García, Nino Bravo o Jeff Buckley. ¿Por qué no? El trabajo verá la luz a la vuelta del verano, pero Marazu debutará antes en el Teatro Real (25 de julio, sesión de mediodía) y los vídeos con las interpretaciones en directo de cinco de sus canciones van a ir aflorando en semanas sucesivas.

Escandinavia y Lumínica sirven, de alguna manera, como haz y envés del rico universo Marazu. Si el primero era gris, oscuro y turbulento, esta nueva entrega constituye una descarga de energía positiva, una conjura en busca de algo muy parecido a la felicidad. El propio título (que a su autor se le ocurrió una noche estrellada, en contraposición con la “contaminación lumínica”) lo insinúa. Y Marazu lo corrobora, incluso asumiendo las consecuencias. “Ahora no le canto a la ausencia de amor, sino a haberlo encontrado. Prefiero mostrarme libre, apelar al trabajo y la honestidad”.

El proceso de Lumínica se activó en la primavera de 2016, cuando nuestro protagonista afrontaba una gira de 17 días por seis ciudades mexicanas. Las incertidumbres de aquel artista novel y recién llegado se disiparon enseguida. “De pronto me pareció reconocer en los amarillos del paisaje un color muy familiar en la meseta. Todo en aquella cultura tenía que ver con la luz y todo me empezó a seducir”. Por eso decidió tatuarse un gran rosetón indígena de Chiapas, repleto de colores y más colores, en el brazo derecho. Y la magia se prolongó para siempre. “El tatuador me pidió permiso para poner música y lo primero que sonó fue la voz de Tom Waits. Entonces comprendí que las piezas encajaban”.

En realidad, las piezas vienen encajando en la azarosa vida de Jorge Hernández Marazuela desde los primeros compases de la niñez. Abulense de 1986, su infancia transcurrió hasta los 12 años en Blascosancho, cerca de Sanchidrián, un diminuto pueblito de apenas cien habitantes donde aprendió a amar las cosas sencillas: la laguna, el frontón, los soportales, las noches iluminadas. Su padre, Antonio Hernández, era cantante en la orquesta de verbenas Montecasino, muy popular en la comarca de Peñaranda de Bracamonte. Jorge no solo se crió con leche materna: los pasodobles, merengues, rumbas y cumbias también formaban parte de su menú esencial. Con tres años se le rompieron los tímpanos en el local de ensayo de la Montecasino. No le importó: poco después ya asistía a clases de música particulares en Ávila capital. Hoy, un cuarto de siglo más tarde, se detiene por un momento en el relato y sonríe: “Yo pertenezco a esto desde que tengo uso de razón…”.

De todo aquel aprendizaje esencial proviene el artista de miras amplias que ahora empezamos a conocer. El muchacho que descubrió no hace mucho a Nick Drake pero ya se emocionaba de chavalín con Manolo Tena o Antonio Flores. El intérprete de fibra sensible al que Basilio Martí –escudero de Quique González o Antonio Vega‑ ya comparaba con Jeff Buckley, aunque él insiste en que se tiene más estudiada la discografía de Camarón. El tipo que admira el repertorio clásico de Manuel Alejandro o Juan Carlos Calderón, aquellas canciones “con poso y con peso”. El hombre que se atrevió a montar un espectáculo de copla oscura, La ruta de los colmaos, porque la pasión y la tragedia de aquel repertorio le vuelven loco. El fan indisimulado de Nino Bravo que una buena noche consiguió que le abrieran, solo para él y su padre, el museo del malogrado cantante, en Ayelo de Malferit. “Nino me parece único. Disponía de una voz espectacular, pero no era nada pretencioso”.

La voz de Jorge Marazu no se parece a la de Bravo, pero a nadie le pasará inadvertida. En estas nuevas canciones, de Luz a 14 años atrás, El muro de Berlín o Barrio de Santa Cruz (una especie de jota con sintetizadores inspirada en… ¡Mercedes Sosa!), el de Ávila despliega un timbre dulce, agudo, emocionante, muy caluroso. Vulnerable y sensible, sin duda, pero nuevamente sincero a machamartillo. “La vulnerabilidad figura entre mis rasgos distintivos”, admite, “y por eso asumí mostrarme tal y como soy. No puedes aspirar a emocionar a nadie cantando si antes no te emocionas tú mismo”. Y recuerda, risueño: “Con 15 años, cuando empezaba a subirme a algún escenario, intentaba ejercer de punki y rockero, pero… me salía una vocecilla de cantante tierno y dulce”.

Así se ha ido forjando Jorge. Asumiéndose como quien en realidad es: un chico sensible de Ávila, permeable a la música de medio mundo y dispuesto a recibir, ahora que se tercia, el cálido abrazo de la luz. Este antiguo portero del Ávila Club de Fútbol que colgó las botas en el Carlos Tartiere de Oviedo ha sabido de incomprensiones y desapegos, aprendió a lidiar con su condición de “bicho raro” en una ciudad pequeña, incluso ha acabado asumiendo con naturalidad que “al 80 por ciento de los amigos de toda la vida” les importa “una mierda” su personalísimo universo de canciones. Pero ha perseverado. Ha terminado escribiendo una canción para Raphael, Una vida, y otra para Pasión Vega. Y el Teatro Real le espera el 25 de julio.

Ahora es, simplemente, él. Y le basta.

 


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